jueves, 10 de junio de 2010

Breve cuento.

Las rodillas acostumbradas al dolor parecen haber decidido dejarme tranquilo por el resto de la velada. De frente al altar, custodiando mis armas espero por la primera luz del sol que me permita irme a descansar. Hace horas he olvidado el temor. Ahora solo pienso en el día que me espera dentro de unas horas, cuando haya de batirme a muerte otra vez en el nombre de un Rey que ni siquiera conozco, peleando junto a mis hombres por un montón de piedras que han cambiado de manos tantas veces en el transcurso de los años que ya no se sabe a quien pertenecieron primero. Una ciudad maldita es esta. Construida sobre fosas repletas de guerreros y mercenarios, con templos erigidos sobre las ruinas de otros, un reino de creencias que pasan de estar prohibidas a ser obligatorias en el transcurso de una batalla. Los únicos que soportan permanecer en este maldito lugar son aquellos que obedecen y prefieren traicionar todo lo que son y postrarse ante el enemigo con tal de no probar el metal. Se que no tiene el menor sentido luchar por una causa errada, sin embargo es el único trabajo que se hacer, y soy bueno en ello. Tanto que mi cabeza tiene precio hace tiempo, y se que llegará el día en que me enfrente a aquel que haya de cobrar la recompensa, aun así, prefiero pensar que su verdadero premio será si logra salir con vida para disfrutar del oro.
Finalmente empieza a clarear, y la silueta de la muralla empieza a distinguirse recortada por la luz del horizonte. El primer rayo de sol que entra se torna color rojo al atravesar el vitral mientras se acerca a mí iluminando el muro a mi derecha. Al bajar la luz lentamente se posa sobre un espejo cóncavo, colocado a propósito, que enciende toda la habitación de rojo. Después de la oscuridad cerrada de la noche sin luna, me deslumbro por un momento y al cerrar los ojos noto que el color escarlata permanece dentro de mi. Me invade una sensación conocida, un pensamiento recurrente, de que todos somos un cáliz de sangre, que lucha por salir de este cuerpo presionada por el corazón, y que bastará de un buen tajo para que el líquido regrese a la tierra salpicando y manchando todo en su camino. Por eso es que al estar de frente al peligro el corazón late mas aprisa, para que al menor rasguño la sangre pueda abrirse paso y regresar al lugar de donde vino. Con los ojos cerrados me concentro en el sonido de mi corazón, y alcanzo apenas a escuchar el susurro de pisadas amortiguadas en la piedra. Me pongo de pie velozmente cuando distingo el sonido de la puerta girando en sus goznes. Sin darme cuenta he desenfundando la daga y la mantengo en tensión sobre mi cabeza, lista para romper el costal de sangre que venga entrando por esa puerta. Apenas cruza este pensamiento por mi cabeza y la daga ya va silbando a medio camino. Escucho el crujido del hueso cuando abre paso al acero y veo al intruso caer de espaldas en silencio. Me vuelvo a mi izquierda y retiro el velo que envuelve mi alabarda al tiempo que retomo mi posición de ataque. Apenas unos 5 metros me separan de un tipo barbón con pechera y casco abierto, que por algún motivo no parece muy seguro de si mismo, y detrás de el puedo ver la cara chata de un asiático que apenas roza la adultez y blande exageradamente una maza. Empiezo a girar lentamente a mi derecha mientras le pregunto el motivo de su visita al tipo de la armadura. Parece algo confundido de oírme hablando en su idioma. Lo dejo responder dos palabras antes de lanzarme por su cuello… Ahora me separan 8 metros del asiático, que corre hacia la puerta encorvado. Lo dejo hacer…
El cuarto iluminado del rojo reflejado en la sangre, rodeado de pinturas con santos olvidados y cruces que han sido forjadas con las armas de otras guerras. Vaya forma de terminar la noche. Camino sobre el charco que todavía brota de su anterior dueño y salgo hacia la escalera, buscando algo para desayunar.

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