Cuenta una historia antigua, del país del desierto sin final, que un día un poeta harapiento llegó desde los confines del reino a leer al sheik la palabra absoluta, un conjunto de sílabas que unidas de cierta manera contendrían toda la verdad del mundo. Una sola palabra para nombrar el conjunto infinito de seres, formas o colores, una palabra fuera del lenguaje, fuera del tiempo.
Los preparativos duraron una semana y desde las ciudades vecinas vinieron los nobles de la casta guerrera, con las mujeres más respetables del reino, a escuchar la palabra que habría de contener la totalidad de la existencia.
El poeta, un tipo de mirada vacía y andar torpe llegó ayudado por 2 guardias a las escaleras de piedra, ante las cuales estaban sentados todos los nobles, mirones, guardias y hasta un par de brujos, temerosos de las consecuencias de lo que fuera a decir el extraño del que tanto se hablaba.
El poeta, alisó las ropas, desacostumbrado a semejantes ornamentos, carraspeó un poco e inhaló profundamente, como si en ello se le fuera la vida. Luego, sin mayor preámbulo gritó la palabra.
Fue un grito corto y agudo, que resonó en los oídos de los nobles por algunos instantes. El salón empezó a llenarse de murmullos, y el sheik se levantó de inmediato.
Al día siguiente al salir el sol, el poeta era colgado en la plaza central.
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